• EL PLACER DE GUSTAR

    HARPER'S BAZAAR 38

    Spain Media Magazines

    Julio 2013

    Tengo una amiga cargada de buena genética –mitad alemana, mitad española– a quien siempre le costó mucho entrar en los bares. Es tímida y eso de interrumpir conversaciones, acelerar pulsos o estimular la testosterona en público, nunca lo llevó muy bien. Mi amiga es alta, tiene unas piernas de escándalo y no parece presumida. Hace pocas semanas coincidimos en una fiesta infantil. Yo filmaba a mi hija de ocho años jugando con su hermano. Mi amiga y yo, con la mirada clavada en la pantalla del iphone, sonreímos cuando la niña cambió de actitud al darse cuenta de nuestro interés, ninguneó a su hermano y empezó a moverse de otra forma, a contornearse levemente, a sonreír con intención. No le importaba lo más mínimo que la que filmara fuera yo, su madre, sino todo lo que representaba ese aparato en marcha.

    –Ya empieza…–me susurró mi amiga al oído.

    Yo le respondí con un leve gesto de interrogación.

    –Ya sabes… La coquetería, el querer gustar… Mírala, ahí está todo.

    Observo a mi hija flirteando con mi iphone y reconozco que me deja algo consternada. Me acuerdo de mi misma, a su edad, coqueteando con el objetivo de una súper ocho que no recuerdo quien manejaba. Hago un triple salto mortal –¿o no tanto?– y vuelven a mí los primeros posados (casi) profesionales de Norman Jean, en el Far West, con unos tejanos demasiado grandes y unas bragas que la cubren hasta el ombligo, donde todo era precario e ingenuo excepto ella, iluminada ya por dentro en su afán atávico de atrapar y embrujar el ojo de la cámara. Pienso también en Ana Karenina cediendo a la embriaguez del éxito –en palabras de Tolstói–, haciendo lo que no debe, en palabras de todos, al bailar con un conde que no le corresponde, enamorarlo a él y a toda la audiencia que los contempla y quedar enganchada para siempre en el placer de saberse irresistiblemente deseada.

    Es incuestionable que existe una raza de mujeres a quienes el deseo de gustar ha hilvanado toda su vida. Mujeres por encima de todo femeninas –¿No es acaso la coquetería un atributo intrínsecamente femenino a pesar de que muchos hombres también (¡qué bien!) lo posean?– Mujeres atractivas, potentes, deliciosas. Guapas todas. Porque las mujeres que quieren gustar son guapas, sí. Coco Chanel lo dijo, o eso es lo que yo extraigo de una de sus citas: “No hay mujeres feas, sino mujeres que no se saben arreglar”. Y quien no se arregla –o no se sabe arreglar– no quiere gustar.

    En la fiesta infantil mi amiga me pregunta sonriente:

    –¿Sabes que voy a cumplir cincuenta?.

    Yo asiento, sí, lo sabía.

    –Tanto que me preocupaba– me sigue contando– y ahora estoy tan bien. Tengo la agradable sensación de que las cosas encajan.

    Da una calada al cigarrillo y su semblante se vuelve serio. Entonces la escucho murmurar casi para sus adentros:

    –Sólo hay una cosa… con la que no puedo…

    Me emociono con ella al observar lo mucho que le cuesta controlar las lágrimas cuando añade:

    –El día que al entrar en un bar no cause ningún efecto.

    Mi amiga, tan espartana y bien dotada por gracia de Dios, tan incómoda con las muestras de libido ajena que provocaba y sigue provocando, resulta que sí le ha importado mucho gustar. Y que dejar de hacerlo es, de alguna forma, dejar de ser ella misma.

    Mi hija se aleja tras una pelota olvidando repentinamente su ráfaga adolescente –ráfagas que van y vienen y que muy pronto se quedarán– nosotras la miramos correr por el barro como un chico más y volvemos a reír. Yo me quedo tranquila. Sé que mi amiga sabe que gustar va mucho más allá de un físico privilegiado. Que si no lo quieres, no seduces porque lo que de verdad gusta es lo que irradias. Querer estar bien es el principio del deseo. Buscar las fórmulas será sencillo porque el gusto de gustar viene de fábrica.