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    Fashion and Arts Magazine

    Prisma Publicaciones/Prensa Ibérica

    Marzo 2019

    A Ricardo se le escapa la risa todo el rato y la cara se le agranda de alegría. Es el más travieso, el que hace más bromas. El Cachorro tiene una mirada grave, tierna y adulta a la vez, se desconcierta cuando les hago improvisar una canción para una foto, cuando Ricardo arranca y él no se la sabe, todos le decimos que es igual, que para la foto es igual, que tiene que posar. Pero cómo le va a ser igual cantar una cosa u otra o hacer ver que canta. El Cachorro se lo toma todo muy en serio. Acaba de sacar un 9 y medio en matemáticas. Ricardo y el Cachorro son cantaores.
    El Chino anda y baila a la vez, no sabe moverse de otra forma, chasquea con la lengua, con los dedos, me acompaña hasta la parada del metro y sube y baja las escaleras jugando, taconeando. Es el hermano pequeño del Tete y el Yiyo y los admira un montón. Me dice que el flamenco entró en su vida a los siete años, pero luego rectifica, entró a los 10, “cuando me calcé las botas, porque claro, con botas sí se baila”. Y desde entonces apenas ha vuelto a tocar la Play. El Yé es más tranquilo que el Chino, fino, alto, con una fuerza y actitud para posar desarmantes, y una mirada dulce al hablar que tumba. Me cuenta que bailar es jugar, que no hay otra cosa mejor que hacer. El Ye y el Chino son bailaores y primos hermanos.
    Juan el percusionista, es el mayor, el que se alarga más en las explicaciones, su ídolo es el Piraña y hace tres o cuatro meses decidió que el cajón era lo suyo. A Juan el guitarrista le dicen que es el viejo, porque es el que los dirige a todos, “pero poco, solo cuando se pierden”, me aclara, porque entre ellos nadie manda, no hay un líder, y cuando se pelean todo vuelve a la normalidad enseguida, porque se lo pasan demasiado bien para andar con peleas. Juan es reservado y su ídolo no puede ser otro que Paco de Lucía.
    Aunque el gran referente para todos y antes que nadie, es Camarón.
    Estos seis niños nacieron y viven en San Roque, un barrio de Badalona que se construyó a mediados del siglo XX para dar vivienda a los barraquistas del Somorrostro y Montjuich. La mayoría son gitanos. Los niños me señalan los balcones de sus casas, “mira qué cerca estoy de mi colegio” Y todo les queda cerca, el metro, el centro comercial, sus primos, tíos, abuelas, la familia entera. “En San Roque nunca estás solo” me explica Juan el percusionista, “andas por la calle y siempre hay alguien, nunca te quedas solo” Me muestran el bar donde meriendan, la plaza donde juegan a fútbol, la escuela de primaria donde todavía van dos de ellos –los demás ya están en el instituto–, la fuente del patio donde “nos echamos unos ratitos de flamenco”
    Niños alegres, curiosos, niños disciplinados que no les cuesta callar cuando les pido que escuchen mis preguntas, que no hablen a la vez. Niños que se suben a un escenario y levantan al público al borde de las lágrimas. Niños que ensayan día sí y día también porque es lo que quieren, porque lo piden, porque ensayar es una fiesta, aunque a veces no salga un paso o un tono y haya que repetirlo hasta cansarse. Niños que llevan eso dentro llamado duende. Niños dotados. Niños felices.
    Y detrás de ellos, cinco madres, cinco padres, cinco familias que se extienden hasta límites que uno –sobretodo si es payo– no calibra. Y un hombre. El padre del Chino, el Tete y el Yiyo. El tío del Ye. Un hombre que quiso ser futbolista y llegó a los juveniles del Español y a segunda división B de Premià de Mar. Pero no lo tuvo fácil, sus padres no pudieron hacer más de lo que hicieron, había seis hermanos más que criar, y él, entonces adolescente, lo dejó.
    Pero ahora corren otros tiempos y a este padre –tan reservado, tan atractivo–, le han tocado tres hijos a cual más artista, más dotado para el flamenco. Dicen que el Yiyo, con seis años, cuando se iban de excursión, bailaba en los ríos. Como ahora el Chino baila en las escaleras del metro. Y este padre se ha propuesto hacerles de mentor, guiarlos y protegerlos –que son muy niños todavía– y hay que ver la cara que hacen todos cuando les corrige un paso, un desplante. La expresión de respeto y devoción con que lo miran. Con trece años iba al Tablao de Carmen con toda su familia, acompañando al Faraon, el bailaor que fue director artístico del tablao desde sus inicios.
    Este hombre no quiere ser protagonista de este texto ni de nada. Yo estoy detrás, me insiste, los protagonistas son ellos. Y por respeto y por agradecimiento a lo que he vivido con ellos, ni mencionaré su nombre.
    Me cuenta que tenerlos cada tarde en el estudio, –antiguo almacén reconvertido en estudio de baile– es un trabajo, –ya tiene su propio trabajo todas las mañanas– pero que lo pasa bien. “Que para estar en la calle, que estén conmigo y que practiquen” Me confiesa que el otro día hizo cantar al Cachorro la misma canción tres veces por el puro placer de escucharle. Se sonríe. Lo admiro y envidio a la vez.
     


    Gema R Amaya

    Gema Rodríguez Amaya, Gemita para los del Tablao de Carmen, tiene 16 años y apenas hace uno que baila como profesional. Se declara tímida y vergonzosa hasta que se sube a las tablas. “En el escenario dejo de ser Gema Rodríguez, allí soy Gema Amaya” Su bisabuelo era primo hermano de la mejor bailaora de todos los tiempos, la gran Carmen Amaya, y su abuela Amparo, nacida en una barraca del Somorrostro, la fue a ver al teatro cuando la Capitana ya había triunfado por las Américas.
    “Gema es muy libre bailando” en palabras de Mimo Agüero, la propietaria del Tablao de Carmen:– Llegó muy verde al tablao, precisamente eso a mi me interesaba mucho. Nunca hará un gesto estereotipado, aprendió en academias, pero tiene un compromiso consigo misma que hace que sea muy pura y que en su baile se le note el carácter. Y eso es muy genuino, muy bueno”