• DE PALLADIO A SCARPA

     

    ORIZON 5

    Spain Media Magazines

    Julio 2012

    —¡A él, lo que le pone caliente, es la planta! —Oscar cierra con fuerza los ojos, baja la cabeza, y, con un contundente gesto de la mano, pretende poner punto y final a mis preguntas—. ¡La absoluta simetría! —Sube y baja el dedo índice, ahoga la voz en un esfuerzo por no hablar a gritos.


        Estamos en la sala central de la Villa Rotonda —considerada la obra cumbre de Andrea Palladio— y yo me estoy empeñando en que Oscar me explique con pocas palabras por qué el arquitecto renacentista consiguió revolucionar la arquitectura mundial con tan poca obra, por qué algo tan sencillo, tan austero –la simetría, las proporciones– pudo ser tan revolucionario, y por qué ahora, siglos después, esta sencillez nos continúa fascinando tanto.


        —Oh.—me lanza una de esas miradas que Juli Capella calificaría de oscariana, es decir, iracunda, clarividente, de niño muy cabreado, una mirada que puede fulminar a cualquier ser vivo, sea un alto cargo político, un camarero, su mujer –es decir, yo–, o su desobediente perro— A ti te parece que lo sencillo es obvio. Pero no lo es nada. ¡Nada!


        Me callo. Nos pegamos a él y le seguimos disciplinadamente. Los tres amigos que le escuchamos –Ricardo, Juliet y yo– sabemos que hay que estar muy atentos cuando Oscar está así  –excitado, asombrado, rendido ante tales muestras dextalento– porque fácilmente puede olvidarse de nosotros, darnos la espalda, entrar en un especie de monólogo exaltado mientras sacude la cabeza, acaricia la pared con inusitado mimo o se aleja súbitamente entre susurros:


        – Palladio es tan brillante que nunca sé si me estimula o me desanima.
 


       

        Una villa para dar fiestas

        Viajar con Oscar es, ante todo, divertido. Él afirma convencido que lo que mejor hace en la vida es organizar viajes, “mucho mejor que proyectar edificios o diseñar sillas”, que es un guía buenísimo porque sugiere y cuenta anécdotas y no da datos “lo importante es fijarse en el pelo del perro de Las Meninas, en lo trascendente que es que Velázquez pinte por primera vez lo que está fuera del cuadro, ¿qué importa el año o los nombres de las infantas?”.
    Nosotros nos divertimos y aprendemos mucho, encantados de que haya querido repetir esta visita – Oscar ha estado en la Rotonda como mínimo cinco veces– y que su entusiasmo fluya tan desbordado como debió fluir la primera vez –con apenas veinte años, siendo aún estudiante de Arquitectura, el pelo a lo Beatle y viajando en camping con su novia Beatriz de Moura–.
         Rodeamos la sala circular central, la sala con la que el arquitecto rindió tributo al Panteón de Roma, con óculo incluido, dejando un agujero abierto al cielo.
         —Hay unos dibujos donde Palladio proyecta un copulín que cierra la cúpula —explica Oscar con el brazo alzado señalando al techo—, pero parece que cuando la obra estaba en marcha decidió dejar el óculo sin cubrir. —Y entre risas y volviendo la mirada al suelo, concluye—: A él no le importaba que lloviese dentro, por eso hizo este espléndido imbornal.
         El óculo fue tapado con una claraboya vidriada por los primeros residentes y la Villa se convirtió en la primera residencia privada de la historia poseedora de una cúpula como cubierta.
         La Rotonda ha sido la visita que ha iniciado el viaje, circunstancialmente obligada por ser hoy miércoles, único día de la semana junto al sábado en que se permite la entrada al interior del edificio. Al conocer Oscar este requisito, trazó la ruta en base a ello.
         —Pues estas salas son un poco decepcionantes —se me ocurre decir, por lo bajini, a mi amiga. El contraste con la limpieza de las fachadas exteriores y la ornamentación interior me ha sorprendido; ha sido como pasar del silencio y de algo atemporal al ruido y a una fecha fija en la historia. Mi amiga Juliet, que es pintora, parece desencantada con los frescos. Le sorprenden las dimensiones desproporcionadas de algunos cuerpos, la estridencia de los colores, el absurdo de las columnas a lo trompe l’oeil al lado de tantas otras auténticas.
         —¡Si se lo hubieran permitido, él lo habría dejado todo blanco! —Oscar nos escuchaba, se queda bruscamente parado y tropezamos con él. Vuelve a tener los ojos cerrados, pero ahora se empieza a reír—. ¡Como sus iglesias venecianas! ¡Todo blanco! Pero claro, entonces no estaba de moda; la gente que vivía aquí quería esto, las paredes repletas de frescos y la decoración que tocaba. Que estuviera mejor en blanco es muy cuestionable, porque una cosa son estos frescos, que son regulares tirando a malos, y otra son los de Veronese, que veremos mañana en la Villa Maser, que son espléndidos, y que, de hecho, es el motivo por el cual la gente va a visitar esa villa; van por Veronese, no por Palladio. —Siguen las risas. Arranca a andar y añade—: Pero bueno, es que las modas son muy peligrosas.
         El recorrido por el interior termina pronto. Salimos. La luz otoñal de primera hora de la tarde tiñe de un color almendra la fachada orientada al Sudoeste. Damos la vuelta a la casa. Oscar y Juliet dibujan. Nos sentamos en la hierba y disfrutamos, casi solos, del momento.
         —Ésta no es una casa para vivir; es una casa para dar fiestas —dice Oscar—. De hecho, la alquilan y ya sabéis, yo quería celebrar mi banquete de boda aquí. —Me mira, sonreímos—. Ahora los propietarios viven en el ático, donde antiguamente residía el servicio.
         Observamos las dos sencillas ventanitas del primer piso que flanquean el frontón y el imponente pronao, e imaginamos, tras esas cortinas blancas, gente corriente viviendo vidas corrientes y conduciendo un Fiat color crema que hemos visto aparcado bajo una de las cuatro escalinatas.
         Bajamos por el camino lateral que hoy día es el único acceso a la casa. Flanqueado por ambos lados de rosales, tiene unas sencillas construcciones adosadas donde hay una tiendecita y donde reside el guardián de la Villa desde  1962, Jacomo Romito, con su simpático perro Cochi, tal y como nos cuenta, muy amablemente, él mismo.
         La entrada principal original se puede reconocer desde la carretera que llega a Vicenza, un camino comido por la vegetación que sigue inmortalizando, a pesar de su desuso, la visión que antaño se debió tener de la villa: elevada en un montículo, lejana y magnífica, más cerca de ser un pallazzo —como de hecho Palladio la catalogó— que una residencia campestre.
     
         La ciudad de Palladio
         Pasamos la noche en Villa Michelangelo de Arcugnano, un hotel a las afueras de Vicenza. El edifico nos epata un poco pero nos tranquilizamos enseguida cuando nadie nos ayuda a carretear las maletas hasta la habitación; el albergo es un cuatro estrellas de precio razonable.
         En Vicenza visitamos primero el teatro Olímpico con la intención de dejar para más tarde el paseo por la ciudad. Nos sorprende y agradecemos de nuevo la poca afluencia de público que encontramos en el teatro, eso nos permite conversar, sentados en las gradas, durante un buen rato.
         —Palladio ha visto ya teatros en la Roma antigua y aquí quiere hacer lo mismo pero a cubierto –nos cuenta Oscar– por eso se llama teatro Olímpico.
         Hablamos del elaborado decorado y de su exagerada perspectiva, de las estatuas exentas, de los cielos pintados. Comentamos que parece que lo terminó, como hizo con la mayoría de sus obras, Scamozzi, el importantísimo discípulo y colaborador de Palladio. Lamentamos la mala iluminación.
         —Si esto fuera Suiza o Alemania —dice Oscar—, la luz estaría tratada de otra manera, con más delicadeza, no con estos fluorescentes y basta —suspira—. Pero esto es Italia —añade con una sonrisa y en un tono evidentemente cariñoso.
         —Y no dan abasto —puntualiza Juliet.
         Acabamos la visita alabando la madera de las gradas, tan envejecida, con una calidad de textura y color que la acercan a la piedra.
         —Esto si que está bien que no lo toquen —murmura Oscar mientras acaricia con una mano el asiento.
         Vicenza sabe que existe en el mundo gracias a Palladio. Son muy pocos los bares y carteles que nombran al arquitecto en un tono turístico, pero su espíritu está en la atmósfera, en las calles, en los impresionantes edificios que dejó el maestro: la Loggia Valmarana, la monumental Basílica, la Loggia del Capitanio y el Palazzo Porto.
         —Otra vez estas plazas —nos decimos Juliet y yo, emocionadas, sonrientes, observando la Piazza Castello y sintiendo la extraña ubicación de los edificios en relación al espacio central. Recordamos a tantas plazas de la Toscana que visitamos, también con Oscar, hace unos años: plazas siempre desordenadas, asimétricas, que parecen surgir del azar y resultan, siempre, de una belleza conmovedora e incuestionable.
    Oscar protesta cuando nos paramos, que vamos mal de tiempo, nos urge, no llegaremos al Puente de Palladio antes de comer, y mientras empieza a irse, suelta:
         —Oh, las plazas. En Italia todo se mueve, no es como en Francia donde todo es estricto y simétrico.
     
         Del Veneto a Washington
         Antes de visitar las dos villas palladianas previstas para hoy hay que pasar por el famoso puente de madera de Bassano de Grappa, el pueblecito conocido por el licor que lleva su nombre, la grappa.
         —Si nos damos prisa llegaremos a la última villa con buena luz —nos apremia Oscar. Pero antes hay que comer y nos recomiendan con gran acierto la Birreria Ottone, una cervecería fundada por un austríaco con una atractiva mezcla de cervezas alemanas, platos tiroleses y gastronomía italiana. Pedimos cuatro pasta e faggioli y rematamos la comida tomando el chupito de grappa de rigor.
         La visita al puente es rápida, todo el grupo menos Oscar considera que demasiado rápida. “Es que vosotros os pararíais en todas partes y un buen guía tiene que mandar.” No hay tiempo para sentarse, para hablar, esperemos que la grappa actúe como un buen digestivo, nos decimos mientras corremos —con los estómagos repletos de faggioli— por las callejuelas del pueblo.
         Tras un corto trayecto en coche llegamos a la Villa Maser donde nos reciben varios caballos que pastan en libertad por sus campos. Admiramos la singular silueta que dibujan las galerías laterales —con sus arcadas, los palomares y los relojes solares— el color miel de las paredes y el laborioso frontón. Las salas interiores ceden el protagonismo a los frescos de Veronese –impresionantes–, y el mobiliario, histórico pero muy neutro, ayuda a entender la casa sin inmiscuirse en su arquitectura.
         Llegamos a la Villa Emo hacia las seis, a pocos minutos de que cierren. Desde la sala central apreciamos los amplios jardines.
         —Esta gente tenía una considerable extensión de terreno —reflexiona Oscar—. La buena arquitectura siempre se ha hecho para los nuevos ricos, los viejos aristócratas ya tenían sus palacios. Estos eran terratenientes de verdad, que se dedicaban al campo. Con cuadras y cobertizos en los laterales. El trabajo de Palladio aquí fue claramente el de dignificar lo que en Cataluña serían las casas pairals, los cortijos de Andalucía o las haciendas de Hispanoamérica. El caso de La Rotonda es una excepción en su obra. Lo famoso de Palladio es esto: sencillas residencias campestres tratadas como palacios. Y esa dignidad no la dan los materiales que usa, apenas hemos visto mármoles ni piedra: todo está hecho con ladrillo y estuco, con muy pocos medios. La dignidad reside en las proporciones.
         Nos sentamos al final de la atípica rampa que lleva a la puerta de entrada y que sustituye la tradicional escalinata. Un cigarro, un dibujo. Nos vuelve a asombrar el contraste entre la majestuosidad del pronao, con sus columnas y su frontón, y las edificaciones laterales, de una sencillez casi humilde.
         —Cuando llegaron los ingleses quedaron tan fascinados con estas casas que inmediatamente exportaron el estilo a Inglaterra —comenta Oscar—. Y de Inglaterra se fue al Nuevo Mundo. El estilo que Palladio se inventa en esta pequeña región llega hasta la Casa Blanca. Del Veneto a Londres y de Londres a Washington.
     
         La mano de Antonio Canova
         Pasamos la noche en el Hotel Villa Cipriani de Asolo –un bello pueblo con un paisaje colmado de cipreses que tanto podría ser del Veneto como de la Toscana–, y que se convertirá, gracias su adecuada ubicación, en el campamento base para el resto del viaje.
         La pequeña ciudad de Possagno reúne importantes recuerdos de la vida y obra del escultor más neoclásico de la historia. La casa donde nació Canova es ahora un museo repleto de retratos del autor, vestidos de la época e informaciones sobre la técnica del oficio. La Gipsoteca está situada en el mismo núcleo de edificios, tan sólo separada por un agradable patio interior, y muestra los yesos originales de las obras más importantes del artista así como algunos mármoles.
         —Según el escultor Juan Bordes, son mejores los yesos que el mármol —se ríe Oscar—. Yo no lo tengo tan claro, pero es evidente que ver un yeso previo al mármol es muy emocionante. No hay mejor lugar en el mundo para ver a Canova que éste.
         A pocos metros de la casa y encaramado en una colina de suave ascensión, está el templo Canoviano proyectado por el propio Canova: una reproducción del Panteón de Roma con la loggia griega del Partenón de Atenas levantada en medio de los Alpes italianos.
         Mientras comemos en la pizzería que está enfrente del museo las chicas suplicamos que se cambie de conversación; las alusiones a los terroríficos detalles de la mano del escultor corren el riesgo de arruinar las excelentes pizzas con rúcula y bresaola que aún humean en el plato. A pesar de los sutiles avisos en pequeños carteles colgados en la entrada del museo y de una misteriosa urna vacía en una de las salas, no hemos entendido las referencias a la conservación de la mano del escultor hasta que uno de nosotros ha entrado en una pequeña estancia de la casa y ha gritado:
         —¡La mano!
         Y allí estaba, orgullosamente expuesta, con más aspecto de guante que de mano, sumergida dentro de un tarro relleno de líquido y teñida de un ¿sorprendente? amarillo intenso.
     
         La lentitud de Carlo Scarpa
         La ampliación que Carlo Scarpa hizo de la Gipsoteca Canoviana en 1957 es exquisita. Confirmando lo que apreciamos en el museo de Verona, admiramos la detallada y mimosa articulación de las obras de arte con el espacio y su relación entre ellas, las peanas y expositores hechos a medida, los innumerables detalles constructivos, la armonía entre el hierro y el hormigón, y, por supuesto, la luz, proyectada a través de sobrios juegos geométricos de ventanas y paredes.
         —Cuando Scarpa estaba construyendo la tienda Olivetti de Venecia—nos explica Oscar, acariciando, a pesar de estar prohibido, el cable tensado de una peana— y llevaba más de un año de retraso, sus clientes, los Olivetti, reconociendo antes que nada su genialidad, se quejaron de la lentitud del maestro a Vittorio Gregotti, un arquitecto amigo. Gregotti pasó un día por delante de la tienda y al verle enfrascado en los trabajos de la obra se acercó a saludarlo. Scarpa estaba furioso. Acababa de recibir dos peldaños de la escalera pulidos a máquina y no a mano como tenía que haber sido, dirigiéndose a Gregotti le espetó a gritos: “¡Con estas prisas no se puede trabajar!”.
         La influencia de Wright y Japón, los paralelismos con Hoffmann y la arquitectura musulmana, toman especial relevancia en los jardines de la Fundación Querini Stampalia de Venecia y en el cementerio de San Vito, el pueblecito que saltó al mundo gracias al mausoleo Brion y a la reestructuración que el arquitecto hizo de todo el recinto. La mañana que lo visitamos Juliet y yo nos vestimos de negro riguroso y Ricardo nos hace fotos. Admiramos la austeridad de la pequeña lápida que Scarpa diseñó para su propia tumba, –pidió a los Brion ser enterrado allí– un tubo de bronce de 10 cm de diámetro cortado a 45 º y hincado en la hierba donde yacen sus restos. El hormigón, los juegos volumétricos, las escaleras a ninguna parte, los dos círculos entrelazados –que Federico Correa reprodujo como homenaje en una de las ventanas  del Flash Flash–, la vegetación, la presencia constante del agua, hacen del cementerio un lugar metafísico, estéticamente inigualable.
         –Scarpa es un personaje del medioevo –nos cuenta Oscar­– Lo sabía todo sobre materiales, era amigo de los artesanos, se levantaba tarde, estuvo a punto de rechazar un proyecto en Turín “porque Turín no tenía buenos hoteles”. –Oscar se ríe– Tenía una excepcional sensibilidad en calibrar cada pieza de arte. En el museo de Palermo tuvo un problema con un cuadro, no le encontraba el sitio, el director le apremiaba y él le daba largas, se resistía a colocarlo y tuvo que acabar reconociendo que, sencillamente, ese cuadro –catalogado como obra maestra del primer Renacimiento–, no le gustaba. Un tiempo después se comprobó que el cuadro era falso.”
     
         ¿Cenamos en Venecia?
         ¿Por qué no? ¡Estamos tan sólo a una hora en coche del Piazzale Roma! ¿Puede haber mejor fin de fiesta? Tras dejar el coche en un inmenso parking de diez plantas y disfrutar de la entrada a Venecia en un vaporetto repleto de italianos y pocos turistas, corremos a admirar la fachada y el escaparate de la antigua tienda Olivetti – hoy afortunadamente restaurada y devuelta a su función original de Showroom de la empresa– en la Piazza San Marco; Oscar nos señala la famosa escalera con los dos peldaños pulidos a máquina.
         —La verdad es que se nota. Están más brillantes. —murmura Oscar, sonriente, con la nariz aplastada en el cristal y las manos abombadas en las sienes para ver mejor el interior. Todos observamos la oscura escalera en silencio, y a pesar de que yo no consigo apreciar esa emocionante diferencia de matiz, creo, feliz y ciegamente, en ella.
         Después de eso sólo nos queda reencontrarnos con el divertido barullo en la barra del Harry’s Bar. A por unos Bellini y unos spaghetti a le sarde. Si tenemos suerte y nos encontramos al señor Ciprianni –el afable creador del Carpaccio que suele pasearse por las mesas– Oscar hablará con él para aclararle que nosotros somos amicci, siguiendo el consejo que Enric Miralles le dio hace unos años, y así, beneficiarse de un interesante descuento en il conto.
         –Como decía Pla, todo buen catalán quiere ser italiano y yo soy un buen amicco de Italia. Este es el país del mundo con el que mejor me he entendido.